martes, 14 de enero de 2014

Sabia envidia

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Existen momentos de envidia, donde admirás con recelo la suerte de quienes no te pertenecen y empieza la edad oscura, el único momento del día en el que tu cuerpo entero se arruga en amargura y desata huracanes invisibles de egoísmo.

Cuidado... tener un poco de envidia es bueno.

Envidiar la suerte de otros puede convertirse a criterio en metas alcanzables a cierto plazo, si respiramos en el momento justo. Un carácter contemplativo sobre nuestras falencias y la merecida comparación con las virtudes ajenas puede aportar una clara visión de lo que queremos alcanzar. Con ésto no quiero decir que debemos tener lo que el otro tiene, sino que tomemos ése ejemplo y lo mutemos en una consecuencia acorde a nuestras propias decisiones.

Sin embargo... cuando uno observa a los demás desde el pozo, duele diez veces más el observar a quienes les va bien o "muestran" que la suerte les sonríe. Y toda ésa parafernalia ajena nos toca el autoestima, las dudas existenciales, el escaso paladar que nos queda por los sobrantes, reabre las heridas y hasta susurra filosamente en el oído de la cordura. Envidiar el buen estado ajeno nos vuelve humanos y es un pecado inevitable. Tarde o temprano lo experimentamos.

Mis posteos siempre se dirigen hacia el mismo lugar: el entendimiento de uno mismo y, posteriormente, la búsqueda del equilibrio interno. Y bajo ésa misma premisa termino éste post, recordando todos esos momentos en los que odié cada foto sonriente, cada mensaje portador de barullos, cada deseo de buena suerte, cada abrazo que no llevó mi nombre... Todo aquello que perteneció a cada persona que influencié y que quise intensamente pero que, al final, me enseñó que el valor de una emoción negativa reside en el instante que te enseña algo, lo que sea. Y que, finalmente, se convierte en un gramo más de experiencia sobre la parte virtuosa de la balanza.

G

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