lunes, 1 de febrero de 2016

A lo que vinimos

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Trilogía: parte tres.

2

     Entró al bar impetuosa y rápidamente sus ojos verdes desafiaron cualquier distracción. Se había teñido el pelo pero no la sonrisa, ambas del mismo tono que llevaba en sus venas y todos los que voltearon hacia ella, confiaron en que el día había valido la pena. Caminó lento hacia la barra, bordeada de música y murmullos, mientras los pecadores ocupaban tantos metros cuadrados como tuviera el lugar; al llegar hasta ella, pidió un Jeyo seco y se sentó a esperar que el infierno hiciera su propia jugada. Habían cuentas que pagar.

     La bebida no se hizo esperar y cuando tuvo la copa entre sus labios, bebió despacio, con un sorbo casi invisible. Unos pocos se permitieron ver sin reparos el primer espectáculo, ya que el del escenario había quedado relegado al segundo lugar, permitiéndoles al resto de los cobardes disfrutar de reojo un arte tan antiguo como irreemplazable. Nadie reparaba en su vestido largo y azul… ¿o era celeste y corto? La gente hablaba cada vez más fuerte y con la voz vidriosa, apenas ocultado tales ideas, donde solamente el color de la piel importaba y el orgasmo, en su nombre. Pasaron varios minutos sin que nadie se le acercase llegando a preguntarse ella si se había olvidado de colgar la indiferencia antes de entrar y estaba espantando clientes, cuando un caballero interrumpió sus pensamientos con una frase trillada pero bienvenida.

     “Una mujer tan bella como…”

     No escuchó el resto, sino que dedicó su atención a la imagen del hombre, a su sombrero, a su traje y a la enorme billetera que llegó a imaginar. Sus modales eran refinados y acompañaban cada palabra en la medida justa: no se movían un centímetro de más y esto cautivó rápidamente a Bella.

     Un instante después, sus ideas eran desplazadas por un susurro de placer. El cliente había dejado su nombre dentro del cajón en la mesa de luz, junto a sus llaves y la tan preciada billetera. Las oraciones quedaron rápidamente de lado y sus besos comenzaron a manchar la piel de ella, contagiando el ambiente con aroma a brandy. El placer se le antojaba sugerido, algo más que una actuación pero menos que el paraíso. El caballero se abandonaba a los instintos básicos, el primero de una cuenta ya perdida y lo hacía pero de cuerpo; su mente sumaba la cantidad de cosas que compraría al final de la jornada. Mientras Juan Pérez tomaba lo que creía suyo, la pelirroja recordaba cuánto le hacía falta para la cuota mensual de la escuela de su hijo Daniel y de la diálisis de su madre por pagar.

     El hombre podría ser refinado frente al mundo, pero embestía como si ella fuera de madera, y lanzando groserías, sabiendo que los objetos no escuchaban. La habitación pasaba desapercibida pero tenía en el techo un espejo de pared a pared y ese detalle le gustaba a ella, aunque los movimientos torpes de Juan lo volvieran algo estúpido y aislado. Nunca elegía ése cuarto pero él había insistido: juró hacerle cosas que ni siquiera con su esposa se animó y Bella sonrío de manera tonta, respondiéndole que nunca se iba a olvidar de ese rato. Los gritos del hombre alborotaban el lugar cada vez más y ella se sintió incómoda, sin razón alguna. Las piernas se quedaban dormidas en nombre de su rutina y se preguntó de repente porqué le molestaba tanto barullo, algo común de sus días laborales. Tenía el cuello con olor a Malt y saliva, un colchón endurecido en donde apoyaba su espalda y un hombre anónimo dentro de su dignidad. Pasaron varios minutos dando vueltas en su cabeza y cuando creyó no aguantar un segundo más, el instante se fracturó inesperadamente y Juan alcanzó la eternidad. Por inercia, ella contó los segundos antes de apartarse y luego de hacerlo, envió al hombre a limpiarse.

     "Y faltan varios caballeros refinados más", pensó.

     Tomó un instante para dejar el cuerpo respirar, haciendo caso omiso de ése pensamiento.

     Se oyó repentinamente un barullo fuera de la habitación y la puerta se abrió. Un hombre entró al lugar y se encontró con la mujer, desnuda sobre una cama de sábanas grises, cual Venus posando en una pintura erótica. Su mirada era tranquila y con la misma empezó a tomar fotos de todo el lugar. Un joven fotógrafo, ataviado de un sombrero marrón y lentes enormes entró detrás y lo imitó pero con flashes reales, murmurando cada tanto palabras de asombro, a las que el detective no les prestaba atención. Se acercó a ella y su cuerpo se encontraba tibio, camino a tomar ese frío que nunca más se iría: Bella llevaba muerta varias horas, apuñalada hasta el cansancio en el estómago y sus pechos, logrando que la sangre de sus labios se derramara por doquier.

     - ¿Quién quisiera matar a un ángel, así?- llegó a oírle decir al fotógrafo.
     - A Karla.- contestó, sin vacilar.
     - ¿A quién?- volvió a preguntar el joven, dejando en claro que era un novato en cuanto a noticias recientes se refería.
     - Al hombre que me va a asesinar.

     El detective sacó un cigarrillo de su bolsillo, lo observó varios segundos y deseó que no le faltase uno el día de su muerte.

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